Cuento
Jam Session
Tal vez no fue la mejor decisión que pudo tomar, pero fue la que
tomó. Se quedó en la ciudad a pesar de la orden de evacuación obligatoria.
Fue ver al alcalde balbucear cuatro incongruencias cuando a Katrina le faltaban
menos de veinte horas para tocar tierra y desenchufar la televisión. ¿No
había vivido sesenta años en la ciudad? Sabía que para sobrevivir había que
desentenderse de las autoridades y cuidar de uno mismo.
—Todos los políticos son unos animales... —masculló mientras
jalaba el cordón del enchufe— le hacen a uno dudar de los méritos de que
no se hundiera el arca de Noé.
Llenó la bañera y con eso dio por terminados los preparativos
para la llegada del huracán. Se sentó frente a la ventana de la
habitación, en el segundo piso de su casa de madera, y miró hacia afuera.
Arriba, la calle Clairborne, que no había cruzado en quince años ni una sola
vez, y que consideraba el límite entre él y el tercer mundo; al oeste
Carrolton, por donde cruzaban los rieles del tranvía y las ramas de los robles
caían sobre la calle formando un gran arco de sombra sobre el camino ahora
vacío, y, frente a él, las aceras de Sycamore. Se quedó dormido.
Cuando despertó, el sol era una gran bola incandescente y fucsia que encendía
el cielo de finales de agosto. Pasó una mano por su rostro y, al hacerlo,
logró distribuir las lagañas que cruzaban el interior de sus ojos por toda
su cara; en ese lapso cayó la noche. Ocurrió sin prisa, como si un
pañuelo descendiera, atrapado entre corrientes de aire, precipitando la
desaparición de todo lo que encontraba a su paso. Se paró y sus macilentas
piernas temblaron cuando caminó hacia el interruptor. Por la gran puta,
rezongó. Siguió camino al sótano, donde guardaba sus rifles; tomó dos
que colgaban de la pared y tres cajas de balas. Volvió a subir. No apagó la
luz, nadie sería tan idiota como para meterse a una casa habitada. Pero, cuando
fallaran las centrales (¿no habían ordenado la evacuación de los técnicos
también?), él estaría preparado. Tenía agua y armas. Decidió tomar
una pastilla para dormir, esa noche recuperaría fuerzas; las necesitaría para
los días siguientes. Una enfermera amiga suya le había dado una caja
de Versed —el sedante más fuerte que tenía en existencias el Memorial
Medical Center deNapoleon, en el distrito
de Broadmoor—, la semana anterior, cuando fue a retirar su insulina
en el centro médico y le contó que no iba a irse de la ciudad.
Al día siguiente se levantó con sed y ganas de orinar pero
apenas pudo incorporarse. Desde la cama vio ramas de árboles estrellándose
como látigos encontrados y escuchó el rugido del viento atravesando las
calles desiertas. Se sentó un momento en el filo de la cama y agarró su
cabeza. Le tomó algo de tiempo darse cuenta de lo que pasaba. Mientras se orientaba
recordó lo que solía decir su tía Augusta: «A veces una gallina hace
más ruido poniendo un huevo que el que haría un asteroide si se estrellara
contra la Tierra».
Llegó hasta al baño y dio vuelta al caño del agua y metió la
cabeza bajo el chorro fresco, luego tomó su dentadura y sólo
entonces —con su cara aún mojada— intentó orinar. Estuvo parado
frente a la taza, sabiendo lo que quería hacer pero sin que nada ocurriera,
hasta que desistió, más por aburrimiento que por otra cosa, y luego fue hacia
la ventana. Había visto peores tormentas. Caminó hasta su cama pero no se
recostó, siguió en dirección de las gradas y una vez abajo entró a la
cocina donde abrió la puerta del refrigerador. Tomó la jeringuilla
que guardaba en el compartimiento de la mantequilla y llenó treinta
unidades de Lantus; se levantó el bividí e inyectó el contenido
en su amoratado estómago. Luego tomó un trozo de queso y un yogur; los
comió sentado en la mesa del comedor. Volvió a subir y se recostó a
aguardar algo, no sabía bien qué. Cuando abrió los ojos, ya había
desaparecido el amortiguamiento con el que había despertado pero sintió al
aire pegajoso y caliente, el aire acondicionado había dejado de funcionar.
Todavía había luz natural en la habitación y fue a la ventana, la abrió y
sacó fuera la mitad del cuerpo. Pudo ver árboles caídos y algunos
basureros y cajas de reciclaje en la mitad de la calle. El viento había
desaparecido. Pensó que para tanta alharaca había pocas nueces y volvió a
meter la cabeza. La sensación de espera ya había cedido y caminó hacia la
televisión; desistió a medio camino: si no había luz no habría noticias.
Se le ocurrió que tenía un radio a pilas y luego recordó que no las
había comprado, al igual que no había comprado velas. Le dio hambre y bajó a
la cocina, en la alacena encontró una lata de ravioles en salsa de tomate.
La abrió al tanteo en la habitación oscura con un abrelatas herrumbrado.
Cuando vació el contenido en un plato notó que se había cortado el
dedo y que su sangre condimentaba parte de la pasta. Fue hacia el lavabo y
abrió la llave, no salió nada.
—Mierda —dijo.
Se limpió con un trapo y con el mismo paño se envolvió el
dedo; maldijo nunca haber roto la pared para hacer una ventana en la cocina.
Fue al comedor donde comió la mitad del plato mientras pensaba cuál sería
la mejor manera de proteger la casa. Podría esperar frente a la puerta de
entrada, desde allí tendría el mejor ángulo para disparar pero eso
sólo sería si entraban por la puerta, porque también podrían hacerlo por las
ventanas, pensó. Mientras ponderaba sus opciones, notó que el trapo que
había utilizado para envolverse el dedo se había teñido de rojo. Afuera, a un
atardecer magnífico lo coronaba un silencio extraño, el cielo parecía una copa
de gelatina de sabores color turquesa, naranja y oro. Mientras miraba el cielo
y envolvía su dedo con un trapo limpio, escuchó el primer disparo; no se
sobresaltó, lo estaba esperando. Subió a su cuarto y arrastró un
asiento hacia la ventana, luego apoyó sus rifles contra la pared, dejó las
municiones en el suelo. Se sentó y limpió las armas antes de
cargarlas. Cuando terminó ya había oscurecido. Dormitó la noche en el
asiento, disparando a la oscuridad cada vez que se levantaba de su duermevela.
No esperaba hacer eso una noche más, las autoridades ya debían estar
coordinando el regreso pues, una vez más, como tantas veces, el huracán se
había desviado antes de llegar a la ciudad.
Como George, como Mitch, la última vez. Cuando despertó,
el sol marcaba su rostro con el diseño de una rejilla. Levantó la malla
contra mosquitos que había bajado en algún momento de la madrugada y sintió una
repentina fragilidad. Donde antes estaba su barrio ahora había una enorme
laguna que se había tragado aceras, automóviles y los pocos desechos de la
tormenta. El agua brillaba, con el reflejo del sol de la mañana, como un gran
espejo dorado. Salió hacia el corredor y vio que el agua cubría la puerta
de entrada. Cuando bajó, el agua le llegó hasta las rodillas. Vadeó por
los distintos cuartos, las sobras del día anterior que había dejado sobre la
mesa del comedor estaban cubiertas de moscas. Con cierto esfuerzo abrió la
puerta del refrigerador, de inmediato le asaltó el olor a cosas
descompuestas. Tomó el frasco de la insulina y vio que el líquido, antes
transparente, estaba opaco. Quiso estampar el piso con su pie, pero el agua
sólo dejó que bajara torpemente en dirección al suelo. Caminó hasta
el teléfono, la línea estaba muerta. Mierda, mierda y nuevamente más mierda.
Una vez arriba abrió el cajón de su cómoda y tomó el
frasco de Versed; partió cada pastilla en cuatro. En el trayecto
de subida había calculado que si su metabolismo funcionaba en el equivalente a
neutro, necesitaría menos insulina y tendría más posibilidades de sobrevivir.
No estaba loco, no quería morir. Ya que no se había ido y ni siquiera había
considerado esa posibilidad, le tocaría esperar a que llegara ayuda. Su carro,
un Buick Skylark del 76, estaba parqueado afuera, pero no lo
había manejado en veintiséis años. Aunque hubiera intentado hacerlo, con la
poca vista que le quedaba, ¿a dónde hubiera ido? No había nadie que
conociera que siguiera vivo. Además, con una sola ruta de salida de la ciudad
que conducía a Texas, ni siquiera se lo planteó como una opción. Había
prometido, hace muchos años, nunca volver a ese estado maldito y nada lo podría
disuadir. La última vez que había ido fue para recoger los cuerpos de sus
dos únicos hijos y había estado pateándose el trasero durante treinta años
por no hacerle caso a su amigo Domingo Mudo, que le había dicho en repetidas
ocasiones que la única regla inamovible del Señor era que nada bueno
ocurría jamás en Texas. Y eso que Domingo era tejano,
de Galveston; como él. Debió oponerse al viaje de
Marvelina, Beaux y Patricia a la casa de la hermana de su esposa
en Tarpon Rodeo. Pero ¿a quién, en su sano juicio, se le hubiera
ocurrido que sus hijos podrían morir ahogados en la mitad del desierto? Desde
que eso ocurrió, Marvelina, la esposa de Chef, había buscado todo
tipo de explicaciones místicas a lo sucedido. Chef no se había
opuesto a ello, si Marvelina encontraba paz, él la apoyaba. La quería y
hubiera hecho cualquier cosa para que volviera a dormir y a sonreír. Pero debía
reconocer que la fe no había mejorado las cosas para ninguno de los
dos. Chef estaba convencido de que la gente en su conjunto siempre
estaba equivocada, por eso no creía en la religión organizada. Creía más en el
alivio que procuraba blasfemar que orar. No así Marvelina, que nunca
desistió en su intento por convertir a Chef. La única
condición no declarada que se auto impuso fue dejar la muerte de sus hijos
fuera de la discusión y por eso, cuando su esposa quiso persuadirlo de que
ellos fueron escogidos por Jesús para un propósito mayor, comenzó a beber.
A media mañana, sus hijos, de quince y dieciséis años, habían salido con su
madre a una laguna cercana; y, una vez enDark Moon Creek, la habían
convencido para que los acompañara en el bote de su tío aunque ella no supiera nadar.
Hacía calor y Beaux se había lanzado al agua y, como tardaba en
salir, Patricia saltó dentro para ver qué ocurría. Ninguno volvió a
salir. Marvelina permaneció sola en el bote —quién sabe haciendo qué,
nunca lo contó— por más de cinco horas. Cuando su hermana se preocupó porque
no regresaban, llamó a su esposo para que fuera a buscarlos. Fue él
quien la encontró con insolación y desvariando en la mitad del lago. La
policía del condado fue la encargada de la búsqueda y el forense el que habló,
al hacer el reporte, de los calambres. Lo siguiente fue puro Marvelina.
—Fue el destino, ¿cómo pudo Patricia tener un calambre en el
mismo exacto lugar que Beaux?
En algo también debió influenciar el sermón del reverendo que
ofició las exequias y su mención a los tortuosos y misteriosos caminos del
Señor. La suya, de persuasión presbiteriana, fue la primera congregación a la
que se unió Marvelina: El Sendero de los Verdaderos Creyentes. Luego le
seguirían siete más; la última que recordaba Chef, de tendencia
anabaptista, era Los Soldados del Ejército del Señor.
Debió quedarse dormido mientras partía las pastillas porque
se levantó sobresaltado, sudando y con escalofrío. No recordaba si se la
había tragado y tomó uno de los pedazos regados a su alrededor, en caso de
que no lo hubiera hecho ya, y se lo metió a la boca. La pastilla se quedó pegada
a su garganta y cuando quiso pararse para buscar agua, le faltó energía. «Coño,
seguro que ya me había tomado una», pensó con la pastilla pegada a su
paladar. Trató de formar saliva para que pasara, si no se atragantaría y
no iba a dejar que eso ocurriera. Otra muerte insólita en la familia sería
aceptar el destino del que tanto hablaba Marvelina y no estaba dispuesto a
hacer eso. No creía en el destino; sólo en la suerte, en ella sí. Y, aunque
había aprendido tarde, sabía cortejarla. Sabía que a la suerte le iba bien un
rifle cargado al lado. Luego de toser y que pasara la pastilla, se paró; logró llegar
hasta el asiento junto a la ventana. Se desplomó dentro de él, mientras
se recuperaba, cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir vio, del
otro lado de Carrolton, a un grupo de muchachos que intentaban atravesar el
agua con varios televisores y equipos eléctricos a cuestas. No supo si era una
visión o si realmente alguien sería tan estúpido como para estar haciendo lo
que hacían. Cerró los ojos nuevamente y, cuando despertó, la luz había
bajado en intensidad, debía ser media tarde, y en vez de un grupo vadeando
dentro de la recién formada laguna vio un cuerpo, inflado como un globo
descolorido, descendiendo boca abajo hacia el Mississippi.
—Sólo falta un caimán para completar la escena —pensó, sin un
mínimo de ironía.
Tal vez las dementes historias de Marvelina y las de sus distintas
congregaciones no estuvieran tan erradas. Armagedón estaba cercano. Tal vez ya
estaba allí.
Cuando se volvió a parar, ya oscurecía; no había comido nada
en todo el día y comenzaba a nublarse su vista. Pensó que debía, por lo
menos, beber algo. Caminó al baño y logró tomar un vaso de agua, a su
regreso a la habitación se derrumbó sobre la cama. Sentía como si llevara
un animal muerto encima, se quitó su percudida ropa y se cubrió con
una sábana traspasada de transpiración. Maldijo no haberla cambiado la semana
anterior. Olvidó los rifles junto a la ventana, se olvidó de todo y
durmió tranquilamente, pues, dentro de su cabeza, Marvelina le sonrió toda
la noche desde el techo de su cuarto. Pero su paz terminó al amanecer
cuando un ruido lo despertó; el sonido venía del piso de arriba y era vagamente
familiar: eran las ratas del ático. Por lo menos no era un ladrón.
—Cabronas sarnosas, ni hoy me podían dejar en paz —profirió con
una voz apenas audible.
No entendía cómo podían seguir vivas allá arriba: no había
ventilación, ni agua y, bajo el techo, la temperatura debía rondar los
cincuenta grados. Tenía varias hipótesis pero la que más le atraía era que el
calor más su alimentación (compuesta por toda la basura que había acumulado
durante cuarenta años) habían logrado reconfigurar el ADN de los roedores.
Arrojó las sábanas a un costado y dejó al descubierto su desgastado
cuerpo de ochenta años. Estiró el brazo y tanteó, con su mano, la mesa de
noche. El cuarto estaba completamente a oscuras. Tomó un cigarro apestoso
que había estado acariciando entre sus encías en los días anteriores al huracán
y lo llevó a su nariz. El tabaco barato, comprado en el
Rite Aide de Carrolton hace una semana, era realmente malo. No
hubiera dado ni dos centavos por él hace veinte años pero, por el momento,
era lo único que tenía. Mordió la punta y escupió el maloliente
talón a un costado; encontró una cerilla y lo prendió. Ni él mismo
entendía cómo podía saborear algo tan nefasto para los sentidos, sus niveles de
exigencias debían encontrarse por los suelos. Le sobrevino un ataque de tos,
que despertó toda la flema que se había acumulado en sus pulmones en los últimos
días, y formó un pegote con la mucosidad que escupió en la misma
dirección en la que arrojó la punta del cigarro. Esta vez con menos
fortuna. El escupitajo aterrizó en su antebrazo, lo que no le molestó demasiado.
No se dio por vencido y acercó el cigarro a sus labios e introdujo el taco
de hojas secas en su boca. Inhaló. Al exhalar con gran dificultad, evaluó su
situación. No estaba en mejores condiciones que las ratas, sólo que ellas
tenían más posibilidades de sobrevivir que él. Pensar en salir de ésa
era casi como tratar de imaginar que se podría hacer una gallina uniendo un
montón de plumas. Siguió fumando y hasta logró olvidar el sabor del
tabaco.
Él y las ratas eran lo único que quedaba vivo en esa casa. Él
y sus recuerdos y las ratas devorándolos. ¿Cuánto habrían logrado
destrozar? La última vez que había estado arriba fue cuando subió las
pertenencias de su esposa al ático, varias semanas después de su muerte.
No quiso entregarlas al Ejército de Salvación para que las pusieran a la venta.
El recuerdo de Marvelina no era material de tienda de segunda mano; aunque
ella, de eso estaba seguro, hubiera querido que él donara sus cosas a la
caridad. A fin de cuentas, Marvelina era un soldado en el ejército del Señor;
pero él no estaba enlistado en esa legión. No, él no; él había
decidido formar su propia milicia. La inició yendo a una tienda de armas y
comprando varios rifles que había utilizado por primera vez en esa excursión al ático,
donde había descubierto que sus cosas y las de sus hijos formaban, quién sabe
desde cuándo, un paté hediondo lleno de hongos mezclados con polvo de
estrellas. Eso decía Marvelina de la tierra, que era sólo el remanente de un
largo viaje intergaláctico. Polvo de estrellas. Exasperado con su
descubrimiento, pateó una de las cajas y, al hacerlo, ésta se partió y
de ella salió un desaforado chorro de ratas que inmediatamente se regó por
el cuarto. Fue su primer encuentro con los roedores que habían canjeado el aire
libre por esa habitación llena de papilla ilimitada. Chef bajó, abrió el
armario, tomó varias cajas de municiones y los rifles, y, durante buena
parte de la tarde, disparó hasta agotar todos sus cartuchos. Cuando llegó la
policía, alertada por los vecinos, abrió la puerta de la casa con una gran
sonrisa en los labios.
—Estuve cuidando de un asunto personal —les respondió cuando
indagaron sobre los disparos.
Cuando subieron encontraron, dispersos por el cuarto, los cuerpos
de los roedores, sus cerebros y entrañas decorando las paredes del ático.
El cigarro se iba consumiendo irregularmente y la temperatura
comenzaba a trepar en la habitación, lo que distrajo a Chef y lo llevó a
reflexionar sobre la posibilidad de abrir la ventana del cuarto. Con el agua
estancada alrededor de la casa y el calor en aumento, los mosquitos debían
estar prosperando. Ninguna brisa soplaba afuera que pudiera refrescarlo
adentro, de eso estaba seguro: nunca había brisa en agosto. Y ya comenzaba a
filtrarse, por las diferentes rendijas de la casa, el hedor a podrido de
afuera. No intentó pararse y se despreocupó de las ratas. El tiempo
pasó. El agua sonaba agitada abajo, alguien debía estar atravesándola. Intentó pararse
y lo logró con gran dificultad, se arrastró hasta la ventana, quiso
abrirla para ver quién merodeaba afuera, pero no pudo. El piso era como una
pista de patinaje. Su garganta estaba seca; apoyándose en la pared se dirigió al
baño. Se sentó en la taza, intentó recoger el vaso que estaba en el
suelo y —en algún momento— exhausto, desistió. Levantó con gran
dificultad una pierna y luego la otra y entró dentro de la tina. Se agarró de
los filos y se dejó caer torpemente; una vez dentro abrió la boca y
bebió, lo hizo con los ojos cerrados: el agua le sabía a aceite de ricino tibio
aunque le procuró cierto alivio. Recordó una época en que la única
agua que bebía era de color ámbar y sabía a bourbon. Ese
recuerdo, quizá, le hizo relajarse. Tomó una larga y prolongada meada
dentro de la bañera de patas de felino. A pesar de su próstata delictuosa, que
le escatimaba uno de los pocos placeres que aún le eran permitidos, sintió el
placer de una vejiga completamente vacía y sonrió.
—Por la gran puta, mira lo que fui a hacer, me meé dentro del
agua de beber —pensó, riéndose de sí mismo.
Se estaba bien ahí. Si así terminaba sus días, no le parecía
mal. ¿Qué sabía él? A lo mejor bastaba con eso para estar en
paz. Una buena meada y la conciencia tranquila. Pensó que a Marvelina le
habían escatimado hasta eso porque ese día, de eso estaba seguro, la suerte
tomaba unshot de tequila en la esquina, sin que Marvelina le importara un
bledo. Si no las cosas hubieran ocurrido de otra manera: Newton Bentley, de
diecisiete años, no habría caminado con una pistola semiautomática en sus
manos, ocho paquetes de heroína envueltos en papel aluminio y un número
indeterminado de pastillas ilegales en sus bolsillos y en su torrente
sanguíneo, mientras ella cambiaba una llanta pinchada en la misma calle por la
que él bajaba.
Sacó sus brazos de la tina, cayeron como fideos
sobre-cocinados a sus costados; su dedo cortado parecía una ciruela pasa
descompuesta. Cerró los ojos e intentó levantar una pierna para salir
de la bañera, cuando los volvió a abrir pensó que se había equivocado,
era de noche y la oscuridad se lo había tragado, como el agua a la ciudad. La
turba de ratas se oía más cerca, faltaba poco para que acabaran con la división
que separaba el piso de arriba del suyo. Le pareció que refrescaba, tal
vez había vuelto la luz y el aire volvía a funcionar; flexionó las piernas
para bajar su torso y poder beber del agua viciada. Oyó pisadas abajo, tal
vez había vuelto Marvelina. Intentó incorporarse y luego recordó que
eso era imposible.
Antes de hundir su cabeza totalmente dentro del agua pensó que
nunca había hecho algo para evitar que cayera la noche.
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